El salto

Sábado. Julio. Después de comer, salimos al patio antes de la siesta. Canal Sur de fondo, persianas bajadas, luz tamizada y espesa. Buscábamos aire. Rutina mínima de vida familiar.

Entonces lo vimos: un saltamontes quieto sobre una baldosa, perfecto en su inmovilidad. Me acerqué, no para atraparlo, sino para enseñárselo a mis hijos. Mostrarles algo vivo, directo. Gesto de padre, de mediador entre el mundo y ellos.

Pero el gesto fue demasiado brusco. Sin tocarlo siquiera, bastó el movimiento. El saltamontes hizo lo que su sistema ordena ante la amenaza: se arrancó la pata. Autotomía. Corte reflejo, estrategia de supervivencia. Y huyó.

Se fue, pero ya no entero. Saltó como pudo: descompensado, torpe. Pero vivo.

Yo me quedé inmóvil. Mis hijos también. Sentí vergüenza, no porque él sufriera, sino porque fallé en mi gesto. No les mostré el mundo: lo alteré. Y ellos lo vieron.

«No se tocan los insectos», dije. «Les pasan estas cosas.» Era cierto, pero no era eso lo que necesitaba decir.

La escena quedó suspendida. La pedagogía se disolvió, y apareció otra cosa.

Poco después lo encontré refugiado en una maceta, abrazado a una hoja como quien abraza una almohada. No huía ni pedía. Solo estaba allí, intentando seguir siendo.

Me detuve. Lo miré. Pensé que podía tener miedo, dolor, desorientación. Me dolía no poder saberlo. Sentí culpa, pero también respeto. Entonces recogí su pata, aún allí, separada, inservible, y la dejé junto a él. Gesto inútil pero exacto. Como pedir perdón sin lenguaje.

¿Debería matarlo? ¿Evitarle sufrimiento? No pude. Algo en mí entendió que no era necesario, que su sistema sabría más que el mío. Que tal vez podría seguir así un día, una semana, lo que fuera. Que la vida no siempre pide reparación, solo continuidad.

En ese pensamiento encontré consuelo. No porque no doliera, sino porque comprendí que el dolor no era mío para decidir. Lo dejé. Cerré la puerta del patio. Volví a la cocina.

Esa escena mínima me reconfiguró. Ya no era solo un insecto: era una figura total.

El saltamontes y yo quedamos vinculados no por emoción, sino por estructura. Ambos hicimos lo mismo: ante el riesgo, cortamos. Él una pata, yo una parte de mí que quiso controlarlo todo. Ambos seguimos, incompletos, pero funcionales.

Desde entonces entiendo que perder no siempre es fallo. Que el salto puede ser torpe, pero suficiente. Que adaptarse no es debilidad, sino sistema. Y que a veces lo más valioso que puedes hacer es cerrar la puerta y seguir.

Ese fue el giro. No espectacular, no evidente, no épico. Pero definitivo.

El héroe no volvió a casa triunfante. Volvió sabiendo que su forma ya no es la misma.

Y que no necesita serlo.